lunes, 3 de febrero de 2014

Sobre la devaluación de la moneda en Argentina en otra dura nota en The Wall Street Journal

Argentina y la vieja costumbre de devaluar
Por Mary Anastasia O'Grady para The Wall Street Journal.

Algunos países aprenden las lecciones de su historia monetaria, pero Argentina es un caso aparte.

A medida que caen las reservas internacionales de Argentina, una megadevaluación parece inevitable, nuevamente. Algunos países aprenden las lecciones de su historia monetaria, pero Argentina es un caso aparte.

A fines de los años 90, en Buenos Aires se hablaba de reemplazar el peso con el dólar estadounidense. El posible impacto de una dolarización se me vino a la mente la semana pasada, cuando el ministro de Finanzas irlandés, Michael Noonan, visitó las oficinas de The Wall Street Journal en Nueva York para conversar sobre la recuperación de su país de la crisis bancaria de 2008.

A Noonan se le consultó si se arrepentía de que Irlanda formara parte de la zona euro, lo que en la práctica impide que los irlandeses recurran a la política monetaria para arreglar una crisis de deuda. El ministro respondió que sin las restricciones del euro, la economía pequeña y abierta de Irlanda habría probablemente sufrido una suerte mucho peor: una devaluación de grandes proporciones cuando sus bancos colapsaron.

Devaluar la moneda es la senda menos dolorosa cuando un gobierno no es capaz de cumplir con sus obligaciones. Sin embargo, como señaló Noonan, sus efectos sobre la población son brutales. La devaluación reduce el poder adquisitivo del país. Los salarios reales y el valor real de los ahorros de las personas comunes y corrientes disminuyen de un día para otro.

Lo que es peor, observó Noonan, es que son pocos los países que pasan por una megadevaluación solamente una vez. "Se vuelve un hábito", subrayó.

Tales palabras son demasiado amables para describir el caso de Argentina. Una historia de 200 años de devaluaciones recurrentes es una condición más seria que una adicción. Es patológico.

La última devaluación se produjo la semana pasada, cuando Argentina anunció que comprar un dólar del banco central costaría 8 pesos, en lugar de 6,9. La relación en 2006 era de 3 pesos por dólar. La cotización en el mercado negro es de más de 12 pesos, lo que sugiere que aún queda un doloroso camino por recorrer.

Esta crisis tiene lugar poco más de una década después de la última, que ocurrió poco más de una década después de la anterior. No obstante, socavar el valor del peso no es un fenómeno moderno en Argentina.

Según el economista chileno Sebastián Edwards, profesor de la Universidad de California en Los Ángeles y autor del libro de 2010 "Dejada atrás: América Latina y la falsa promesa del populismo", la costumbre argentina de devaluar se remonta a la década de 1820. En 1827, el peso papel que circulaba en Argentina se devaluó en 33,2%, señala Edwards. La divisa perdió otro 68% en 1829. Hubo una devaluación de 34% en 1838, de 65,5% en 1839, de 95% en 1845 y de 40% en 1851. Un sistema de convertibilidad impuesto en 1868 fracasó en 1876 y otro establecido en 1891 sobrevivió hasta 1914.

Para los políticos, era apenas el comienzo. Según Edwards, hubo crisis cambiarias en 1938, 1948, 1949, 1951, 1954, 1955, 1958, 1962, 1964 y 1967.

En 1971, escribe Edwards, hubo una nueva crisis cuando el peso fue devaluado en 116,8%. (El porcentaje puede exceder 100 porque se calcula usando pesos por dólares). La inestabilidad económica en Argentina se agravó después de 1974. La inflación ascendió a 444% en 1976. Esta recurrencia de las crisis tuvo un impacto negativo en el crecimiento: el ingreso per cápita cayó a una tasa anualizada de 1,7% entre 1975 y 1985. Para 1985, la inflación llegaba a 672%. Entre 1981 y 1991, la tasa de devaluación del peso promedió un asombroso 1.346% al año señala el economista.

Las políticas que ha seguido el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner como la expropiación, la anulación de contratos, la fijación de impuestos a las exportaciones y la imposición de topes a las tarifas de servicios públicos han destruido el capital. Mientras tanto, el gasto fiscal como porcentaje del Producto Interno Bruto se duplicó en los últimos 10 años. Ni los extranjeros ni los argentinos quieren tener pesos porque el banco central erosiona su valor al imprimirlos en exceso. Cuando eso ocurre, casi no hay forma de detener una corrida contra las reservas internacionales del banco central, una espiral inflacionaria y el empobrecimiento del país.

Las reservas de Argentina en moneda extranjera cayeron en US$1.250 millones la semana pasada conforme su banco central se empeñaba en defender el peso. Las reservas llegan ahora a apenas US$28.300 millones, frente a un máximo de US$52.600 millones en enero de 2011.

La agudización de la escasez de divisas extranjeras está destinada a tensionar una economía que depende de materias primas importadas y bienes intermedios en los sectores industrial y agrícola. Los argentinos ya reportan problemas para encontrar medicamentos que provienen de otros países. Los controles de precios, que se aplican en forma informal mediante la intimidación, complican aún más la situación. Los importadores pueden comprar dólares en el mercado negro para pagar a sus proveedores extranjeros, pero pierden dinero a menos que puedan ajustar sus precios minoristas.

El gobierno, que teme un alza de la inflación, anunció la semana pasada que aumentaría la competencia en los mercados locales al introducir más importaciones si los productores argentinos tratan de subir los precios. Aparentemente, a los genios del banco central se les olvidó decirles a los controladores de precios que no tienen los dólares necesarios para traer más importaciones.

Jorge Capitanich, el jefe de gabinete, dice que los especuladores, en su afán por ganar dinero rápidamente al castigar el valor de los activos para luego comprarlos, son la causa del colapso del peso. Esta clase de ignorancia económica de los gobernantes de una nación de 41 millones de personas es aterradora. Pero en Argentina no es de extrañar. / Por Mary Anastasia O'Grady para The Wall Street Journal. Escriba a O'Grady@wsj.com.

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