Una Señora Doctora que los argentinos tuvimos el privilegio de que viva en nuestro País. Falleció el pasado domingo 27 de Noviembre a los 101 años de edad, como se ha
reconocido ya, nos dejó un gran ejemplo de vida.
Entre 1929 y 1936 estudió medicina en Italia, sólo había cuatro mujeres en la facultad, y se le hizo la vida imposible. Su carrera fue tremendamente dificultosa, pero logró recibirse, junto a su prima hermana Rita Levi-Montalcini (premio Nobel de Medicina 1986), y ser seleccionada, junto con tres personas más, como ayudante de la cátedra de histología en la Universidad de Turín.
Sus penurias no acabaron allí, con el fascismo, cuando las leyes raciales de Mussolini le impidieron trabajar por ser judía, como muchos fue perseguida hasta que a su esposo el ingeniero Maurizio Lustig, la empresa Pirelli le ofreció trasladarse a Argentina, donde se instalaba una planta. Como lo señaló ella, en una
entrevista, "era un país del que nada sabían, pero no había alternativas. Un día de 1939 abordaron en Nápoles el buque Oceanía".
En Buenos Aires, luego de vivir un tiempo en Brasil, se contactó con la cátedra de Histología de la Facultad de Medicina, con el antecedente que en Italia había iniciado trabajos de investigación en esa disciplina. En Argentina le habían rechazado el reconocimiento de sus títulos, de manera que sólo podía trabajar como una "suerte" de técnica. La cátedra, en ese momento, le señaló que no podían ofrecerle un cargo, pero sí facilitarle algunos elementos para investigar, y durante mucho tiempo, no tuvo un salario fijo. "Existía un fondo para reponer el material de vidrio dañado, y si en el año no se habían roto demasiadas cosas, Eugenia cobraba" (Andrea Ferrari/
Página12).
–Durante dos años yo cuidé mucho que nadie rompiera pipetas y probetas, si no, no tenía sueldo. En aquel entonces necesitaba suero de gallina para trabajar con las células cultivadas in vitro, técnica que ella introdujo en el país. Pero no había quién lo proveyese. Entonces iba sola al mercado y se compraba la gallina. Después le pedía a un muchacho que se ocupaba de la limpieza que le sostuviese el ala y le sacaba la sangre.
De a poco fue relacionándose con diversos profesores de la universidad y sintiéndose cada vez más cómoda en Histología, donde trabajaba con Eduardo de Robertis. Pero los avatares políticos volvieron a torcerle el camino: en 1947 el gobierno peronista echó al profesor Bernardo Houssay de la universidad y en solidaridad con él renunciaron De Robertis y muchos otros.
–Yo me quedé otra vez sola, aislada. Y todo el mundo me decía: usted que es extranjera, no abra la boca que la pueden echar del país. Calladita, calladita.
Quien llegó a rescatarla un tiempo después fue el director del Instituto de Oncología Roffo, que la invitó a trabajar con él en el cultivo de células cancerosas. Allí pudo montar un buen laboratorio, que sigue en pie al día de hoy y que le permitió desarrollar importantes avances en ese campo. De esa época tiene un recuerdo que sigue irritándola. Una tarde, el entonces ministro Oscar Ivanissevich la llamó para pedirle que recibiera en su laboratorio a un joven médico que quería aprender la técnica de las células cultivadas. Al cabo de un tiempo y en plena experimentación, el médico, que había resultado ser alemán, le dijo que tenía que irse a las tres de la tarde. Ante las objeciones de la investigadora, le explicó que a las cuatro debía estar en su consultorio.
–Pero cómo, ¿usted no es extranjero?
–Sí.
–¿Y puede ejercer?
–Sí, el ministro me firmó un permiso para practicar la medicina por 25 años.
A ella, en cambio, le habían rechazado hasta el título de la escuela primaria. La revancha se la tomó años después, en una época de florecimiento de la universidad, cuando el rector Risieri Frondizi –hermano del entonces presidente– renovó los concursos y pudo presentarse para la cátedra de Biología Celular, aunque no había revalidado su título. Ganó el concurso y al día siguiente recibió en su casa el diploma italiano que había presentado, con el agregado: “Se reconoce el título”.
La polio
Pero aún faltaba para eso. En 1950 fue a buscarla el doctor Armando Parodi, que venía de estudiar virus en Estados Unidos y quería llevarla con él al Malbrán. Dice Eugenia que no sabía nada sobre virus pero buscó libros, estudió todo lo que pudo y montó allí la Sección de Cultivos de Tejidos. Ya entonces había nacido su tercer hijo, Mauro, y si logró mantener el intenso ritmo de trabajo que significaba ir cada día del Roffo al Malbrán fue gracias a su cuñada, con quien compartió la casa y la vida desde que llegó de Italia.
Al cabo de un tiempo, sin embargo, las cosas volvieron a complicarse: Parodi decidió aceptar un cargo importante en Uruguay y la dejó como jefa del departamento de virus, un cargo para el que no se sentía aún preparada. Y entonces llegó la epidemia de poliomielitis. Eugenia estaba de vacaciones y el ministerio la mandó a llamar: había que actuar de urgencia. La epidemia avanzaba a un paso alarmante. Fue un tiempo en el que le llegaban sesenta o setenta casos diarios para hacer el diagnóstico.
–Tenía un miedo terrible de infectarme yo y que se infectara todo el personal. Cada día trabajaba hasta medianoche con mi técnica, Catalina. Cuando terminábamos poníamos todo el material que habíamos usado en el jardín del Malbrán, le echábamos nafta y prendíamos fuego, porque temíamos que a la mañana siguiente la persona que iba a limpiar tocara algo y se infectara. Después me cambiaba de pies a cabeza para irme a casa. Hasta los zapatos. Tenía terror de infectar a mis hijos.
Tan grande era el miedo que al fin decidió mandarlos a Montevideo por seis meses, donde un primo lejano aceptó recibirlos. Ella viajaba a verlos cada sábado en avión y volvía el domingo a la noche.
Poco después se oían las primeras alentadoras noticias de la vacuna Salk. Eugenia fue becada por la OMS junto con investigadores de distintas partes del mundo para ir a Estados Unidos y Canadá, a estudiar los efectos de esa vacuna.
En aquel viaje logró encontrarse por unas horas con su prima Rita Levi -Montalcini, a quien llevaba doce años sin ver.
–Me tomé un avión desde Atlanta a Saint Louis, estuve con ella una noche y llegué a tiempo para poder ir al laboratorio a la mañana siguiente.
A su regreso, impulsó el uso de la vacuna Salk. Si bien aún no había sido autorizada por el Ministerio de Salud, decidió vacunar a sus propios hijos para dar el ejemplo y ella misma se la aplicó a los primeros chicos que se acercaron al Malbrán. Tiempo después, y ya hacia el final de la epidemia, un enfrentamiento gremial terminó con su trabajo allí. Había caído Perón y un sector de los empleados del instituto resistían al científico que había sido nombrado como jefe.
–Estaban de huelga. Yo quise entrar porque aún había casos de polio y tenía diagnósticos para hacer, pero no me dejaron. Les dije: entro igual, hago los diagnósticos y me voy. Entonces me tiraron un cajón enorme sobre un pie, que se fisuró. Estuve más de un mes con yeso. Al día siguiente, renuncié.
Después de los bastones
Tras ganar el concurso, Eugenia se convirtió en profesora universitaria y poco después en investigadora del recién creado Conicet, donde permaneció durante cuarenta años. Le tocó vivir de cerca la Noche de los Bastones Largos y se salvó de ser detenida porque el teléfono no andaba.
Sucedió así: los profesores de Ciencias Exactas estaban reunidos con el decano, discutiendo la situación política. Ella quiso llamar a su casa, para avisar que llegaría tarde, pero tuvo que salir ya que, como casi siempre, el teléfono estaba roto.
–Fui a hablar al bar Querandí. Cuando volvía, vi que se estaban llevando a todos los profesores, a Sadovsky, a Rolando García. Yo me tomé un colectivo y me fui a casa. Después renuncié.
Muchos de sus colegas y amigos dejaron el país. Eugenia siguió investigando en el Roffo y formando a otros investigadores. Más mujeres que hombres. Porque sabía lo difícil que puede ser el camino para una mujer, siempre se sintió inclinada a apoyar sus carreras e incluso a alentar que algún niño durmiera en el sillón de su oficina o hiciera dibujos en su mesa mientras la madre terminaba la tarea.
En 1970 murió Maurizio. Al jubilarse había caído en una profunda depresión. Lo sometieron a una cura de sueño, un método usado en boga en aquella época, que pareció hacerle bien. Pero días después su corazón falló. Fue un golpe difícil de asimilar para Eugenia en un momento en que dos de sus hijos ya habían partido. Poco después, sin embargo, volvió a trabajar al Roffo y ganó un concurso recién creado para el Departamento de Investigación oncológica.
Ya en el proceso la política le iba a dar aún un sobresalto más. Un día se metieron en su oficina cuatro hombres de la Side y la acusaron de haber facilitado el lugar para tomar una foto. A ella le costó entender de qué hablaban: una revista había publicado una fotografía donde se veía a Raúl Lastiri, el yerno de López Rega, en el patio del Roffo, cuando se dirigía a la sección rayos para ser irradiado. –La sacaron de su ventana –acusaron–, estudiamos la sombra de la palmera y sólo puede ser de acá.
Eugenia atinó a responder que al lado había un baño con la misma vista, pero los hombres no querían oír razones. Volvieron al día siguiente y se dio cuenta con horror que la tenían muy fichada: conocían su vida desde el momento en que había bajado del barco.
–Sabían cosas de mí que yo ni siquiera recordaba.
Tal vez les bastó el susto que le dieron, o repensaron el asunto de la sombra, pero no volvieron a molestarla.
Eugenia Sacerdote trabajó hasta que sus ojos se lo permitieron. Produjo muchos artículos, recibió premios y nunca le gustó hablar demasiado de los honores. Hace un año decidió grabar sus recuerdos: quería dejar un testimonio de su vida para sus nietos, que supieran cómo fue la Italia del fascismo. Pero lo que iba a ser un texto familiar fue pasando de manos y se convirtió en un pequeño libro: De los Alpes al Río de la Plata, editado por Leviatán. (Andrea Ferrari/
Página12).
Premios obtenidos por la Dra. Eugenia Sacerdote de Lustig
- 1967 - Premio "Mujer del Año de Ciencias".
- 1977 - Premio A. Noceti y A. Tiscornia de la Academia Nacional de Medicina.
- 1978 - Premio Benjamín Ceriani por la Sociedad de Cirugía Torácica
- 1979 - Premio otorgado por la Sociedad de Citología
- 1983 - Diploma al mérito en genética y citología de la Fundación Konex
- 1984 - Premio Barón otorgado por el Lalcec
- 1988 - Premio Alicia Moreau de Justo
- 1991 - Premio José Manuel Estrada otorgado por el Arzobispado de Buenos Aires
- 1991 - Premio Trébol de Plata por el Rotary International.
- 1992 - Premio Hipócrates a la Medicina otorgado por la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires
- 2003 - Mención especial en ciencia y tecnología de la Fundación Konex
- 2004 - "Ciudadana ilustre de la Ciudad de Buenos Aires"
- 2011 - "Medalla Conmemorativa del Bicentenario de la Revolución de Mayo 1810-2010", del Senado de la Nación Argentina, por su trayectoria científica.
Su última Distinción
"Hace dos semanas, Sacerdote de Lustig había recibido una importante distinción. Se trata de la Medalla del Bicentenario, que el Senado otorga a personalidades distinguidas del país.
"Hago mías las palabras expresadas por el doctor Osvaldo Fustinoni, cuando le entregó a la doctora el Premio Hipócrates en 1991, la mayor distinción que un médico argentino puede recibir: «La vida de la doctora Lustig es la historia de una pasión». Creo que es la definición más sintética y elocuente de la vida de Eugenia", dijo en aquel momento la doctora Elisa Bal, directora del Area de Investigación en Oncología Experimental del Instituto Angel Roffo, de la UBA, y discípula de la investigadora superior del Conicet.
Los trabajos de Sacerdote de Lustig en el Roffo y en el Instituto Malbrán superaron las 180 publicaciones científicas. (
La Nación).