Por Silvio Waisbord, publicado por The New York Times.
WASHINGTON — La desaparición y probable asesinato del periodista saudita Jamal Khashoggi refleja la vulnerabilidad que vive hoy el periodismo. El caso confirma que ni siquiera los periodistas que residen en Occidente están a salvo de la fuerza bruta de la intolerancia de regímenes autoritarios o democracias débiles. La libertad de prensa está bajo ataque desde distintos frentes: bandas del crimen organizado, guerrillas, funcionarios estatales y empresarios. A quienes desprecian la labor del periodismo —investigar y denunciar los pliegues del poder— no parecen importarles las consecuencias de amenazar o asesinar.
En abril de 2018, un grupo de personas participaron en un velorio colectivo por la muerte de periodistas ecuatorianos, secuestrados y asesinados por guerrilleros en Colombia. Foto de Reuters, vista en TNYTes |
Khashoggi fue un periodista reconocido en Arabia Saudita, cercano a la familia real pero, después de que el príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, lanzara una campaña para silenciar a disidentes, se autoexilió en Estados Unidos. Desde hace un año, Khashoggi comenzó a publicar artículos de opinión en el Washington Post en los que denunciaba la falta de libertad de expresión en su país. Un día antes de desaparecer en el consulado saudita en Estambul, entregó la que posiblemente es su última columna al diario, cuyo consejo editorial decidió publicar el 17 de octubre. En ella, advierte de los peligros de una sociedad desinformada por tener una sola versión de los hechos, la del Estado.
Diecisiete días después de que entró al consulado en Turquía, el 2 de octubre, no se sabe nada de su paradero y el gobierno saudita no ha dado explicaciones. Un oficial de alto rango de la inteligencia turca dijo que tienen un audio que revela lo que presuntamente pasó: los asesinos de Khashoggi lo estaban esperando. A poco tiempo de su llegada al consulado, lo interrogaron, lo torturaron —le cortaron los dedos de la mano—, lo degollaron y desmembraron.
El muy posible asesinato de Khashoggi puede ayudar a tomar conciencia sobre las crecientes dificultades y peligros que enfrenta el periodismo crítico en buena parte del mundo. Si este ataque le ocurre a un periodista conocido y consagrado que publicaba regularmente en un medio respetado internacionalmente, los periodistas que trabajan en publicaciones pequeñas y locales, en países con menor libertad de expresión, son aún más vulnerables.
Este caso no solo muestra el descaro con el que actúan los enemigos de la prensa y el auge de la violencia contra los periodistas; también revela algo desalentador: la enorme atención recibida en los últimos días a Khashoggi es la contracara del escaso interés que suscitan los secuestros y asesinatos cotidianos de periodistas en América Latina y otras partes del mundo. Una gran parte de los homicidios o actos intimidatorios a la prensa pasan desapercibidos para los gobiernos y la ciudadanía.
En el mundo, según datos de Reporteros sin Fronteras, más periodistas han sido asesinados en los primeros nueve meses de 2018 que en todo 2017. Estos casos fatales muestran el deterioro de las condiciones para el trabajo de la prensa a nivel global. Los ataques afectan desproporcionadamente a las periodistas. Según un estudio de International Women’s Media Foundation, dos de cada tres periodistas advirtió haber sido objeto de diferentes tipos de amenazas. A las formas tradicionales de intimidación, se suma la consolidación de nuevos mecanismos de acoso, hostigamiento y vulneración de la privacidad de periodistas en plataformas digitales.
La violencia contra el periodismo es el “canario en la mina de carbón” de la libertad de expresión, la señal que anticipa peligros para la democracia. El periodismo bajo amenaza no puede desempeñar funciones que son clave en un Estado libre: investigar abusos de poder, desenmascarar las mentiras y la desinformación y contribuir a una ciudadanía informada.
Cuando el periodismo no puede cumplir con estos requisitos, se cierra el oxígeno de la información que mantiene la opinión publica atenta sobre temas indispensables para la vida democrática. Con una prensa intimidada se desarticula uno de los mecanismos centrales de rendición de cuentas de los gobiernos y otros actores con poder, especialmente cuando los países tienen instituciones estatales débiles o un Estado de derecho frágil.
Los periodistas que arriesgan su vida por descorrer la cortina del poder obran sin protección social. Trabajan a la intemperie. Algunas investigaciones académicas revelan que, en tales circunstancias, los periodistas ni creen que la policía los protegerá ni que los tribunales harán justicia. Tampoco albergan ilusiones de que la sociedad esté dispuesta a defender con determinación el derecho a la expresión, especialmente considerando la baja confianza en el periodismo en América Latina. En México, por ejemplo, un estudio de 2017 reveló que cerca del 80 por ciento de los entrevistados expresaba desconfianza hacia la prensa local.
Cuando los gobiernos no cumplen su tarea fundamental de garantizar la seguridad individual, el periodismo es un blanco fácil de la violencia de poderes, fácticos o estatales. Cuando prevalece la impunidad, el autoritarismo tiene rienda suelta. Según la Comisión Nacional de Derechos Humanos en México, 90 por ciento de los asesinatos y agresiones a periodistas permanecen impunes.
En los últimos años he hecho estudios y entrevistas con periodistas de América Latina y me he especializado en el estado del periodismo de investigación en la región. En esos estudios he entendido que en muchos de nuestros países, los periodistas han tenido que desarrollar una sensibilidad particular para medir las amenazas. Los reporteros coinciden que es esencial para su trabajo estimar el tipo de riesgo que corren, cuando es tolerable y cuando puede convertirse en fatal. Puesto que desconfían de los mecanismos formales de protección, utilizan diversas estrategias para protegerse. Una de ellas es elevar su perfil público para aumentar el costo político de posibles represalias. Este sentido de “riesgo calculado” es vital para sobrevivir en la incertidumbre, las amenazas constantes y el desamparo legal.
Para muchos periodistas latinoamericanos calcular el riesgo ha sido un instinto fundamental: las desapariciones y muertes de periodistas rara vez son azarosas. Es tristemente cierto para periodistas que viven fuera de las grandes ciudades y que no tienen mucho reconocimiento público o trabajan para empresas periodísticas que no pueden brindar protección suficiente.
La trágica historia del periodismo de las últimas décadas en América Latina —en donde, de 2012 a 2016, la Unesco ha registrado el asesinato de 125 periodistas— es ilustrativa. En los países donde han ocurrido un mayor número de homicidios a periodistas —como Brasil, Colombia, México y Centroamérica—, las muertes no son generalmente producto de acciones improvisadas o decisiones arrebatadas, sino de acciones cuidadosamente planeadas por sus actores materiales e intelectuales. De ahí que, la especulación de que “asesinos sueltos” fueron responsables de lo acontecido a Khashoggi, como dijo el presidente estadounidense, Donald Trump, no es convincente.
Si la comunidad internacional no atiende con la urgencia necesaria la desaparición de Khashoggi y la atención pública pivotea rápidamente hacia otro tema, la impunidad sobre el constante asedio al periodismo volverá a imperar. En ese caso ganaría la censura sobre la intimidación. Convalidaría el miedo de periodistas que no quieren arriesgar su vida y se refugian en la autocensura como opción frente al desamparo.
En el duodécimo año consecutivo en el que disminuye el nivel de libertad en el mundo, ignorar el caso de Khashoggi —y con este, los casos de la mexicana Leslie Ann Pamela Montenegro del Real, el brasileño Jefferson Pureza Lopes o el nicaragüense Ángel Eduardo Gahona— será una mala noticia para el periodismo en el mundo y para las democracias latinoamericanas, en donde el poder necesita de un contrapeso fundamental: la prensa. / Por Silvio Waisbord, publicado por The New York Times.
- Silvio Waisbord es profesor de Medios y Asuntos Públicos en George Washington University y dirige el Journal of Communication. Es autor de “Vox populista” y de la novela “Duelo”.-
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